domingo, 7 de diciembre de 2008

En cada pared hay instrucciones sobre la vida escritas en letras diminutas, como si el bromista posiblemente ya muerto que las hizo se burlara de que todos acá somos cortos de vista. Mi única posibilidad de avistaje en este momento -estoy atado de pies a cabeza, con la mirada dirigida por otra persona en una sola dirección- es esta ventana. ¿Qué vale una ventana? Marco de hierro y una hoja de vidrio. Trabajo asegurado para un par de esclavos con cadenas tan resistentes que toda su vida los van a mantener bajo el mismo yugo. Todas mis posibilidades de libertad óptica.
Me desato siguiendo atado, escapo con la imaginación sin escapar, hago una bola de nieve a la que falta nieve, y le tiro todo mi capital helado a una hermosura que nada de culpa tiene por mi incertidumbre respecto al amor.
¿Y qué decir de la esperanza, que evidentemente no es danzar mientras se espera un milagro? En mí es insignificante como los colmillos de marfil de los elefantes para los elefantes, que reciben un tiro en la frente por los mismos. Me pregunto si ese instinto tan particular de éstas bestias tiene detector de plomo, si mueren donde deberían morir o se equivocan de vez en cuando, por sorpresa o descuido.
Por momentos me siento tan pesado como si estuviera a punto de hundirme hasta el fondo del planeta. No sé si eso no pasará algún día. Por las dudas siempre llevo una bolsita inflada en el bolsillo. Para respirar unos segundos extra si me pasa eso, y para asfixiarme con la misma cuando se haya agotado el aire.

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