domingo, 20 de diciembre de 2009

Ganar la apuesta, ese lugar tan preciado por los puños ávidos de letras g mayúsculas al por mayor, quedaba a un costado y al otro del rincón, siempre con la pared negándose a darle la mano a la espalda.
"Lo haremos", pensaban todos, y caían de sus narices arrepentimientos (no era la primera vez) y ansiedades (ya había sido la primera vez alguna vez y ellos dale que dale, repetían).
El perro era lo único de la escena que no merecía ocupar espacio en la narración, todos sabemos que no entienden de metafísica y que nunca van a tener catástrofes judeocristianas ni mesías, salvo que los nombren así, ni mucho menos prestarle atención a algo que no sea una meada, pero, ay, de esa noche: los gatos se transformaron. Sería tan hermoso hablar de ellos, que hasta podría desplazar el centro de atención localizado en mi familia y ponerlo con pinzas al rojo vivo sobre la piel tan digna de los que comen ratas. No, la sagrada familia ahí estaba, dispuesta para mí.
"Quiero mi vaso", gritó un tío, el que nunca podía usar las cosas de los otros, a lo que mamá contestó "te lo hubieras traído, hoy te morís de sed en el viaje de regreso o, si no, nos arruinás la fiesta, y creo que sabés lo mal que nos harías si no te morís; traer tu vaso era cosa tuya". Asintió él. Algo pasó en sus manos.
"¿Cundo empiez l fiest en ést fiest?", preguntó un primito, seis años y meses de sobrevida, con parte del alfabeto caído al igual que algunos de sus dientes frontales. Sus padres, más tíos, eran pretenciosos y creían que si le enseñaban a expresarse con menos letras él podría cambiar el mundo, moverlo hacia la izquierda astronómicamente, y que no se saldría de órbita. Papá siempre les dijo que no se les ocurriera intentar, o él mismo iba a volver todo como estaba, para salvarnos del incendio de conciencias. Al nene nadie le prestó atención, y bien que hicieron. Les caía tan mal a todos, encima, ¡tan feo!, por cada diente que se le caía le crecían las clavículas más aterrorizantes. Quedaban en el pesebre solamente cuadrúpedos dispuestos a estrecharle un abrazo.
Llegó la comida con una sonrisa en el repulgue, y todos (los que podíamos usar cualquier vaso y el que se sacrificaría por el bien de todos los que podíamos t...) brindamos (uno como pudo, los demás a la manera corriente). Comeríamos convencidos de que los molares, esa noche, funcionarían de maravilla porque alguien desaparecería para que los festejos pudieran seguir para siempre. Era el enviado que por siglos y siglos habíamos estado esperando, y estaba dispuesto. Entonces apostamos. Queríamos saber quién era capaz de predecir por azar los cambios en el cielo. Luego de establecer posiciones, el dinero nos representaría durante todo el tiempo que durara la espera.

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