domingo, 10 de mayo de 2009

Un diminutivo de la grandeza ilumina las manos
con las que miro el paso del tiempo. No existe una palabra
que le de alas a lo que escribo y
lo aleje aún más de las miserias que cree representar.
¿Maldecir lo bendito? Nunca. No es necesario
sacarse toda la ropa para sentirse desnudo -recordarlo-
y jugar con una bufanda -aclarar el color desgaja la mística-. Es mejor
que no se diga nada -nadie quiere escuchar, y
más vale cumplir con las expectativas de la mayoría si no se quiere
un ejército de enemigos: cumplimos, callamos, y la trompeta de guerra
no suena-. La trompeta de guerra suena
y no se dieron cuenta. No encontrar una plaza no es nada
comparado con perder la oportunidad. No hay por qué sufrir.
La carta que había en el árbol no se cae en otoño como las hojas porque,
por un lado, no es verde -tantas remeras-, y,
por el otro, ya terminando, porque yo no fui quien la dejó ahí arriba. Era
escenografía de Dios. Arreglos en el ambiente para que tengamos temas
de conversación y el silencio no pueda comernos.
¿Dije comernos? Comernos es el cielo que puede estar nublado
-ah, garantía de que el agua vuela además de caer por tus ojos-, pero,
en última instancia, nunca puede haber tantas nubes para taparlo todo.
Desde un costado, el asunto queda totalmente descubierto.
¿Lo mejor que puede pasar? Que nadie bordee la nube.
No me molesta ni en lo más mínimo esconderlo,
me revienta que investiguen. Está claro.

1 comentarios:

: dijo...

qué bonito, franco. te apunto, claro, en mis links, para pasar más seguido. un beso.

 

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