martes, 5 de abril de 2011

Me arranqué un músculo entero del brazo izquierdo, porque no me daba cuenta de lo que hacía.
(Lautréamont)

a su nombre
cada día le faltaba una letra
(Susana Arévalo)


Cada paso tenía algo de quiebre. Perdía el equilibrio cuando algún pedazo muy grande se le desgajaba del torso, pero de inmediato se incorporaba con una sacudida, método aprendido con el tiempo. Sabía muy bien que su traslado desmentía la condición misteriosa de toda cacería en base a la persecución de las huellas, impuesta por la regularidad que guardan entre sí las pisadas de la especie. Lo descartado adornaba el testimonio de su trayecto. Su ubicación era constantemente delatada por la falta de consistencia de sus miembros.
Harto ya de no poder escaparse, pidió angustiado si podrían recoger los restos que él dejaba y desparramarlos por la ciudad al azar durante una semana. Accedieron. Una propuesta innovadora, por más idiota que sea, topa necesariamente con acólitos dispuestos.
Nadie negó que la tarea fue divertida y que en el lapso de siete días la rutina perdió su capacidad de aplastar, pero la costumbre también pesa: quisieron saber, de nuevo, dónde estaría localizado. Interrogados en asamblea todos y cada uno de los que habían barajado las carnes, la conclusión fue terrible. El único trazo que tenía fin estaba junto a un hueco tapado.
La gran mayoría decidió no desenterrarlo para continuar jugando. Perseverar hubiera significado obsesión, y ya quedó demostrado que eran gente sana.

1 comentarios:

Nuria Barea dijo...

Curioso relato :)

 

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