miércoles, 2 de junio de 2010

Era selva. Lo transitable tenía dos raíces, o tres. La primera, lo que se hacía transitable a fuerza de quebraduras de ramas que dejarían de ver la luz que sus hojas transformarían en vida, rotura de verdor para paso, empero, enclenque. La segunda era seguir por el camino que los animales ya habían hecho para su propio traslado, incluídas las emboscadas: "por acá es seguro", gritaban los osos desde atrás de los rugidos, las melenas y las piedras. La tercera no podía comunicarse, y hubo quien negó su existencia, pero, casualmente, se trataba de alguien muy avezado en su arte, en la inexistenciación de todo lo que servía para sentir caliente el cuero del cuerpo, por lo que pasaremos a ignorarlo desde la más insigne solemnidad, por motivos didácticos y por amor a la vida.

Es la selva. Este manuscrito es su manual de instrucciones. Todo este pullover de árboles que parece tejido por mi abuela es, hoy, un mapa del tesoro con dos cruces, los mencionados vos y yo, el ángel por delante.

Este ritual no puede tener un sacrificio humano, quedamos tan pocos... ¡pero, alerta! Puedo hacer cualquier cosa con una máscara y casi cualquier cosa sin una máscara. Por esto, sugeriría un cambio drástico. Como el golpe de una puerta en medio de la oscuridad cuando acabás de despertarte con una lucidez escalofriante. Te espero con un cuchillo abajo de la almohada, para cortar la noche -que no era la selva- al medio y ver si sangra, y si estás en esa sangre.

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